Un día tranquilo.
Teresiña y yo hemos hecho la última reunión con la escuela en nuestro bareto habitual, entre cocacolas y minis de jamón. Las profes estaban exultantes y nos hemos reído con ganas. La directora estaba desconocida, radiante. A la gente la sacas de su contexto habitual y te ofrece su mejor cara. A las profesoras, por lo demás, cuando se acaban las clases, les queda un semblante de merecida alegría que se contagia. Risas y guiños de complicidad. Un año más. Un año duro. Toda profesora de primaria es una sobreviviente.
Con el calor todo se aletarga. Salvo situaciones excepcionales y urgencias de última hora, los usuarios se relajan. Uno se lleva los niños a la piscina o al pueblo con los abuelos, o simplemente habla del calor que hace mientras suda y hasta las penas se toman una tregua.
Sí, es cierto que con este calor, y el que vendrá, cualquiera podría matarnos ante una ayuda denegada, porque el calor entra por las sienes y va directamente al cerebro. Entrar en el ayuntamiento y ametrallar todo lo que se mueva. Aunque esto no es América y la gente no va con una recortada por la calle. A lo sumo sería un cruce de navajas. Pero el verano tiene sus amortiguadores: si no es la piscina, es el tinto de verano, y si no es Casillas parando penaltis o Nadal dando raquetazos.
El espacio metafórico por excelencia que demuestra que en verano todo se detiene es El Camping. Paraíso familiar donde todo cabe menos unos servicios sociales. Un buen camping funciona a la perfección: la piscina, la pista de basquet, los lavabos o el cine de verano. La gente se saluda por la mañana, espera su turno en el super sin impacientarse, habla bajito para no molestar, o convida a la barbacoa al del bungalow de al lado. Los niños juegan sin pegarse y los hombres lavan los platos. Sin tráfico, sin obligaciones, sin prisas, sin libros del cole, sin hipotecas, sin drogas, sin malostratos, sin problemas.
El objeto de trabajo de un educador social siempre está entre los exteriores de un camping.