Los Sánchez(1)
Los Sánchez (2)
Alaska, 21 de julio de 2015,
Córdoba. Él vivía en el barrio de
Huerta María Luisa y ella en Las casas baratas. Yo, como siempre que mi padre
habla de Córdoba, imagino patios y paredes blancas y flores a mansalva. A lo
mejor no (¿casas baratas?), pero ya les preguntaré más adelante.
Mi madre, que solo calla si te inventas
una excusa y te levantas y desapareces, da algunos
rodeos. Pero mi padre, hombre preciso, de frases, dice: “A mi, de tu
madre, me atrajo el olor de los caramelos.” Y se calla y hay que sacarle los
detalles con el taladro. “Ella pasaba por mi barrio pero yo, desde donde estaba
con mis amigos, no la veía. Lo que me atrajo era el olor a caramelos, ¿verdad,
niña?”. La niña asiente.
Y yo me imagino a mi madre saliendo de
la fábrica de los caramelos Capuchinos, que se llamaban así por los capuchinos
del Cristo de Los Faroles, con la bata de faena llena de trocitos de golosina,
y a mi padre apareciendo detrás de un cerro, atraído por el chocolate, la
fresa, la menta, adolescente y salvaje.
Después de tan inmenso prólogo, alguien
que no sea yo podría esperarse un encuentro a la altura, entre saetas o toros, o un beso robado en el Alcázar de los Reyes Cristianos a la luz de la luna de Córdoba. Pero son mis padres.
Personas sensibles y pragmáticas. Después de cruzarse la mirada durante días,
una vez que mi padre descubre que la que huele a caramelo es una joven morena, menuda
y preciosa, él se presenta en casa de ella, sin mediar palabra.
¿Y tú que haces aquí?
¿Quieres que te acompañe a la fábrica?
¿Que me acompañes? ¡Cucha! No hace
falta que me acompañe nadie. Yo ya sé ir solita.
Ese no
hace falta que me acompañe nadie lo cuenta mi madre mirando a mi padre como si estuviese en la puerta
de su casa, en Córdoba, con veintipocos años. Mujer de carácter.
Pero parece que sí, que la
acabó acompañando.
(Continuará)
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