Alaska, 23 de
mayo de 2016,
Algunos alumnos,
cuando milagrosamente no tienen exámenes ni trabajos que presentar, me piden
que les recomiende algún libro de educación social. Siempre les acabo hablando
del último que he leído… de periodismo, de viajes, de ciencia, asegurándoles
que encontrarán más educación social ahí que en cualquier otro sitio. Basta con
fijarse. Lo hago también porque quiero que disfruten como lectores con esos
libros como he disfrutado yo.
Ante todo no hagas daño es un libro del neurocirujano Henry Marsh que me
he zampado en tres días. Si mis alumnos me pidieran ahora un libro sobre ética
aplicada a nuestro trabajo, por ejemplo, les recomendaría este. Si me pidieran
ahora cualquier libro de educación social, también. Además iban a disfrutar
como enanos. Henry Marsh, a punto de
jubilarse, nos cuenta el día a día de su trabajo, que consiste, como él mismo
dice, en hurgar en cerebros. Con una honestidad brutal va narrando los casos en
los que su pericia como neurocirujano logra salvar vidas y también cuando sus
errores significan la muerte o la discapacidad de sus pacientes. También nos
cuenta otras cosas, cómo su relación con
los pacientes y sus familiares, a los que a menudo tiene que comunicar cosas
terribles, los problemas del sistema de sanidad pública con los que se
encuentra o las idas y venidas, a veces felices, otras desdichadas, de su casa
al hospital en su bicicleta.
Henry Marsh va
dejando caer frases sencillas que valen tanto o más que cualquier código ético
profesional: “Me molesta tener que disculparme por algo que no es culpa mía,
pero no se puede despachar sin más a un paciente sin que alguien le dé la
explicación”. Cuando esa explicación pueden ser una noticia devastadora para un paciente, queda claro su enorme
compromiso con él. O cuando se refiere a la amabilidad, tan aparentemente
alejada de la eficacia “…hubo unos cuantos profesores en el hospital sin cuya
influencia jamás me habría convertido en cirujano. Su amabilidad con los pacientes
era una inspiración para mí, tanto o más que su destreza técnica.”
Pero donde la
ética profesional de Henry Marsh queda más patente es en el reconocimiento de
sus errores, a veces fatales. Porque lo que él intenta hacer, curar cerebros,
es extremadamente complicado: “Tengo
menos miedo al fracaso: he llegado a aceptarlo y a sentirme menos amenazado por
él, y confío en haber aprendido algo de
los errores cometidos en el pasado (…) cuanto mayor me hago, menos capaz me
siento de negar que estoy hecho de la misma carne y de la misma sangre que mis
pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos.” Todo este proceso de años lo hacen un mejor profesional, es decir, también un
profesional más humanizado. Y eso lo
lleva a sus últimas consecuencias: “Es imprescindible que los médicos rindan
cuentas, puesto que el poder corrompe. Debe haber procedimientos de reclamación
y litigios, comisiones de investigación, condena y compensación. Al mismo
tiempo, si no ocultas ni niegas tus errores cuando las cosas salen mal, y si
los pacientes y sus familias saben que estás afectado por lo ocurrido, quizás,
con un poco de suerte, recibirás el valioso regalo del perdón”. Un brillante
neurocirujano que también titubea o
pierde la compostura, que también enferma
y sufre por sus seres queridos, lo que lo hace, sin ninguna duda, más sabio: “Siento haber perdido los estribos con su
residente…” empieza a decirle un familiar
enfadado por el retraso imperdonable de una operación. “No le de más vueltas
-contesta Marsh- Yo también fui una vez un familiar enfadado”.
En fin, podríamos
seguir así toda la noche, pero entonces tendría que copiar las 350 páginas del
libro. Henry Marsh, neurocirujano de éxito, se abre
en canal con una prosa elegante y cautivadora,
mostrando su inseguridad, su enfado ante sus errores, su alegría cuando todo sale bien y su tristeza e impotencia cuando todo sale mal. Eso le
convierte en un ser humano extraordinario y un ejemplo de profesionalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario