Me he zampado dos libros este verano: El cerebro, de David Eagleman y Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Los dos hablan de algunas de las preguntas más repetida estos días a raíz de los atentados en Barcelona y Cambrils: ¿Por qué pasó? ¿Por qué ellos? ¿Por qué a ellos? ¿Por qué tan jóvenes? Arendt y Eagleman hablan de otros actos de terror, claro está, desde el Holocausto, en el caso de la primera, a todo tipo de terrorismo (los asesinatos de Srebrenica o la matanza de tutsis en Ruanda) en el segundo. Dado que los dos son grandes conocedores del comportamiento humano (él desde la neurociencia y ella desde la filosofía) creo que vale la pena escucharles, sobre todo porque se preguntan por qué pasó y, en el caso de Eagleman, qué se puede hacer para evitarlo. Ninguno de los dos ofrece respuestas concluyentes ni agotan el tema, entre otras cosas porque son temas muy complejos y porque el comportamiento humano, a día de hoy, es impredecible. Pero las dos lecturas son pura educación social.
Allá va:
Eagleman barre para casa y apunta algo muy interesante:“Tradicionalmente examinamos la guerra y las matanzas en el contexto de la historia, la economía y la política. Sin embargo, para hacernos una idea más completa, creo que también tenemos que comprenderlas como un fenómeno nervioso (...) ¿Por qué ciertas situaciones provocan un cortocircuito en el funcionamiento social del cerebro?”
En experimentos de laboratorio se demuestra que el cerebro de la gente muestra una mayor respuesta simpática cuando ve sufrir a alguien de su grupo de pertenencia (religioso, cultural, étnico, ideológico) que si no lo es. No es nada que no sepamos o intuyamos, somos así: “presenciar el dolor ajeno activa la matriz del dolor propia”, que es la base de la empatía, y esta no es tan fuerte cuando ese dolor lo padece alguien que no es de nuestro grupo de pertenencia. Pero ese factor de nuestro comportamiento, tan humano por otra parte, no explica la violencia o el genocidio. Hay un aspecto que es transversal, desde el horror nazi, pasando por las matanzas de musulmanes en la antigua Yugoslavia, al genocidio de Ruanda o al terrorismo del autodenominado Estado Islámico, y es la deshumanización del otro. Como apunta la neurocientífica Lasana Harris, de la Universidad de Leiden, si no estableces que la otra persona es un ser humano “entonces las reglas morales reservadas para las personas no se aplican”.
Hay otro aspecto que junto a la deshumanización y consustancial a ella es común a los crímenes de los que estamos hablando: la propaganda. Los instigadores del asesinato conocen las debilidades del cerebro humano y saben que la manipulación, que tergiversa noticias y demoniza al diferente, “encaja en nuestras redes neuronales que sirven para comprender a los demás y rebaja la empatía que sentimos hacia ellos”. Para deshumanizar al semejante hace falta propagar una ideología que convierta al otro en una cosa, no en un ser humano. Así actuaba el aparato de propaganda nazi, la radiotelevisión serbia en la guerra de Yugoslavia, la radio hutu en Ruanda o el aparato propagandístico del Estado Islámico, con el imam de Ripoll como una extensión de su mensaje. La deshumanización del otro, del judío, del musulmán, del tutsi o del considerado infiel, que nos permite acabar con él sin miramientos.
Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, aporta otra perspectiva complementaria a la de Eagleman y da algunas ideas de hasta qué punto la propaganda de una idea asesina puede desactivar “la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico”. Himmler, el jefe de las SS, ante la posibilidad de que sus soldados vieran a los judíos como personas y no como cosas y llegaran a sentir compasión, conseguía invertir la dirección de esos instintos y dirigirlos al propio sujeto activo: “por esto, los asesinos, en vez de decir: “qué horrible es lo que hago a los demás”, decían: “Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuan dura es mi misión”. ¿No es esta la viva imagen del terrorista, inflado de propaganda y dispuesto a matar por una idea?
A propósito de Arendt y de su famoso concepto de la banalidad del mal, ella misma dice que se le ha malinterpretado y aclara en el libro -y en el estupendo documental Vita Activa, el espíritu de Hannah Arendt-, que no se refería a que todos podemos ser potenciales asesinos -efectivamente, la historia y también el estudio del cerebro nos demuestran, por fortuna, que no todos acabamos convirtiéndonos en Younes Aboyaaqoub, por mucha propaganda ideológica con la que nos machaquen-. De lo que habla Arendt es del peligro de que la sociedad en su conjunto banalice el mal, de que en una sociedad, como la alemana en la época nazi, por ejemplo, se vea como algo habitual, cotidiano, normal la violencia hacia el otro, en defensa de una idea que no puede discutirse. Arendt habla de la Alemania nazi, pero hay muchos ejemplos de cuando una sociedad democrática mira para otro lado o justifica la violencia. La civilización debería ser justamente lo contrario, la posibilidad, la necesidad diría yo, de discutir cualquier idea (también la idea religiosa, claro), discutirla encarnecidamente si hace falta, castigarla incluso, si es el caso, pero preservando siempre la integridad del ser humano que la defiende.
Yo creo que Eagleman y Arendt nos interpelan como educadores. Saber de que pasta estamos hechos es una necesidad ineludible. Conocer nuestras fortalezas y debilidades. Saber qué podemos hacer para construir una sociedad más justa y con qué instrumentos contamos para detectar comportamientos incompatibles con nuestras sociedades democráticas y libres.
Dice Eagleman -él habla de genocidio, pero creo que su reflexión sirve también para otras clases de terrorismo- que “la educación desempeña un papel fundamental a la hora de prevenir el genocidio. Sólo comprendiendo el instinto neuronal que nos lleva a formar grupos de pertenencia y de no pertenencia -y los trucos habituales que utiliza la propaganda para manipular ese instinto- podemos albergar la esperanza de interrumpir esa deshumanización que acaba en atrocidades en masa”. A la pregunta de si se puede programar nuestro cerebro para evitarlo, Eagleman propone experiencias como la de la profesora Jane Elliott, en los años 60, que después del asesinato de Martin Luther King decidió hacer un experimento para trabajar los prejuicios y para que sus pequeños alumnos experimentaran, realmente, como puede sentirse alguien en la piel de otro. Creo que los educadores sociales somos actores privilegiados para trabajar estos aspectos y también, debería estar en nuestro ADN, para trabajar por la integración y la igualdad de oportunidades. No hay una sin la otra.
Hay que afrontar también un debate sobre la educación y el control, concepto que sé que provoca sarpullidos a muchos educadores, y debatir también sobre a quien le compete cada cosa (familias, policías, educadores) y en qué momentos estas competencias y responsabilidades se entrecruzan. Porque, además de la educación y la integración, también es necesario desactivar la propaganda y la ideología que asesinan.
La educadora social de Ripoll, Raquel Rull, se preguntaba dolorosamente cómo puede haber pasado, como puede ser que jóvenes, aparentemente buenas personas e integrados en la sociedad, hayan cometido los atentados. Me temo que nunca sabremos del todo qué pasa por la mente de unos asesinos de estas características. En España ya teníamos la experiencia, salvadas todas las diferencias que se quieran, de ETA. Jóvenes sobradamente integrados en su sociedad matando por un ideal. El cóctel de propaganda e ideología que deshumaniza al otro y que convierte a un joven aparentemente normal en un asesino nos es conocido. No creo que la educación en general (y la social en particular) puedan evitar ni prevenir siempre el terrorismo, sería ingenuo pensar lo contrario, pero podemos interrogarnos sobre si estamos haciendo todo lo posible.
La educación social tiene también un reto, dentro del ámbito que le compete, que no es fácil. Luchar para evitar la islamofobia, lucha más necesaria que nunca, sin dejar de abrir un debate franco y civilizado sobre las religiones y su influencia en el individuo y en la sociedad. Sobre las cosas positivas que pueden aportar las religiones a la convivencia y las cosas no tan buenas o directamente incompatibles con los valores que nos damos como sociedad. Sobre todo cuando lo religioso impregna lo público en Estados laicos como los nuestros. Este debate lo hacemos constantemente sobre la religión católica, a la que criticamos sin reparos (y creo que eso es bueno para nosotros y de rebote para el catolicismo) y creo que también deberíamos poder hacerlo sobre el Islam, sin caer en paternalismos ni relativismos. Lo dice un educador y ateo convencido, que no sabría por donde empezar.
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